La imagen de la farsa es potente: Noroña; un senador mexicano con la voz quebrada, suspendido entre la emoción y la cámara, afirmando que "el pueblo palestino tiene derecho a existir".
El gesto conmueve, circula en redes y se convierte en materia prima de la indignación pública. Pero detrás del instante queda la pregunta que nadie parece querer responder: ¿por qué esas lágrimas viajan tan lejos cuando el dolor más cercano permanece silenciado?
Lo que vimos no fue solo empatía; fue una puesta en escena política.
Viajar a Gaza, tomarse una foto junto a los escombros y pronunciar discursos dramáticos puede sumar legitimidad simbólica en ciertos círculos ideológicos.
Pero la política auténtica exige coherencia.
No basta con llorar por un conflicto lejano si, al mismo tiempo, se guarda silencio o se evitan gestos reales ante las tragedias que matan y descomponen a nuestra propia sociedad: niños y jóvenes asesinados por la violencia del crimen organizado, estudiantes desaparecidos, familias desplazadas por la inseguridad.
Más allá, familias enteras ejecutadas por tiranías islámicas en el Congo por años hasta contar más de 60 mil; pero esos no porque son cristianos, conservadores.
Esa selectividad no es casualidad, es cálculo.
Señalar una masacre en el extranjero puede alimentar una narrativa antiimperialista sin amenazar los equilibrios internos del poder; cuestionar la violencia doméstica o denunciar fallas de gestión en seguridad implica confrontar al entorno inmediato, incluidos los aliados políticos y las estructuras gubernamentales que muchos defienden.
La diferencia entre ambos silencios no es menor: uno visibiliza y acompaña, el otro oculta y justifica.
La política no debe ser un acto performativo donde el verdugo de la coherencia se disfraza de compasión.
La verdadera solidaridad exige consistencia: denunciar la violencia independientemente de la bandera, presentarse en los territorios golpeados por la muerte cotidiana y proponer acciones concretas -no solo declaraciones emotivas- para acompañar a las víctimas.
El público tiene derecho a exigir más que lágrimas; tiene derecho a exigir responsabilidad.
Si la política se reduce a la gestión de imágenes, perdemos la capacidad de exigir reparación, prevención y justicia.
Cuando la conmoción se limita a la puesta en escena y no hay seguimiento ni presión por soluciones, el gesto se vuelve vacío. Y ahí radica la crítica más dura: no es solo la emoción lo que falla, es la ausencia de compromiso efectivo con las víctimas de aquí y de allá.