Por: Rio G News
En momentos de devastación -como la que hoy atraviesa la Huasteca Mexicana- el ser humano se ve obligado a mirarse al espejo de su propia condición. No hay máscaras, no hay discursos que alcancen a cubrir la miseria ni la nobleza. Lo que queda es la verdad de cada quien: quién actúa por deber, quién por compasión y quién por cálculo.
El dolor colectivo desnuda las intenciones. Y es allí donde la política, la pobreza y la esperanza se entrelazan en una danza que, a veces, raya en lo trágico.
Muchos dirán que los políticos no aparecen porque no les interesa el sufrimiento del pueblo; otros, que se esconden por miedo a ser juzgados, a ser linchados moral o físicamente. Lo cierto es que, en una región lastimada, nadie cree en nadie.
Si un diputado llega, se dice que busca ser senador.
Si va un senador, se dice que busca ser gobernador.
Y si acude el gobernador, se dice que quiere ser presidente.
Es la eterna condena del descrédito.
Como en la fábula del burro, el niño y el anciano: hagan lo que hagan, serán juzgados.
Pero también hay otra cara.
El político que va con el corazón limpio y la conciencia encendida, que se acerca no por cálculo sino por humanidad, arriesga su vida, su reputación y su carrera. Porque en medio del dolor no hay aplausos, sólo desconfianza y rabia.
Y, sin embargo, son esas tragedias las que ponen a prueba el verdadero carácter del liderazgo.
La pobreza -esa herida abierta que atraviesa generaciones- no sólo es material; también es emocional y espiritual. Quien vive entre la carencia, entre la pérdida y la incertidumbre, se vuelve escéptico por instinto. No cree en las promesas, no confía en la mano extendida, porque tantas veces ha sido engañado.
Esa desconfianza colectiva se convierte en una muralla invisible que separa a los gobernantes del pueblo, a los que tienen poder de los que sólo tienen esperanza.
Y sin embargo, en esa misma pobreza, hay una fuerza.
La tragedia saca de algunos la mezquindad, pero de otros, la grandeza.
Empresarios que donan sin cámaras, soldados que cargan niños entre los escombros, médicos que improvisan hospitales con una linterna y una bata. Esa es la otra mitad del comportamiento humano: la que no busca votos ni aplausos, sino redención.
La Huasteca, hoy herida y ensordecida por el lodo y el llanto, está enseñando algo:
Que el pueblo no espera milagros, sino coherencia.
Que no busca héroes, sino presencia.
Y que la verdadera política -la del alma, no la de los cargos- es aquella que se atreve a cruzar la línea del miedo y ponerse del lado del que sufre, aunque no haya recompensa.
En el fondo, la tragedia no destruye; revela.
Revela quién es quién, quién está y quién sólo aparece cuando hay reflectores.
Y en esa revelación, tal vez se esconde la semilla de un país distinto: uno donde la empatía vuelva a tener valor y donde la compasión deje de ser vista como debilidad.
Porque si algo nos enseña el dolor, es que la pobreza no se vence con discursos, sino con humanidad.